Érase una vez un paisano que siempre iba al mismo restaurante, y siempre que iba, pedía el mismo plato. Lo había conocido, de casualidad, hacía pocos años y desde entonces no faltaba a su cita. No es que fuera una obsesión pero siempre que tenía ocasión allí se presentaba, se sentaba, miraba la carta ... y pedía lo de siempre.
Había ocasiones en que desués de haber pedido, y mientras esperaba a que en la cocina lo prepararan, se quedaba ojeando la carta, pero no fallaba, siempre era la mismo, le encantaba y pensaba ¿para que cambiar?.
En una de aquella visitas, un buen día, sintió un casi imperceptible cambio en el sabor de su plato preferido, no le dió demasiada importancia, un fallo cualquiera podía tenerlo, y siguió acudiendo.
Pero aquel pequeño cambio fue sólo el principio.
En sucesivas visitas su plato preferido, dejó de serlo, cada vez le sabía peor, y llegó a un punto en que tuvo que preguntar al maitre si ocurría algo. Éste le comunicó que había habido algunos cambios en el equipo de cocina, pero que confiaba en que pronto todo volviera a la normalidad, a lo que era habitual. El paisano le expresó su preocupación pero al mismo tiempo le dijo sinceramente que confiaba en que así fuera, porque aquel restaurante y aquel plato eran, casi, su vida. Y siguió acudiendo.
Pero aquello no varió, mejor dicho, lo hizo a peor, el maitre ya no sabía que decirle cuando preguntaba si ocurría algo, hasta que finalmente tuvo que comunicarle que el cocinero jefe había cambiado, que era normal que aquel plato no estuviera como siempre toda vez que quiehn lo cocinaba no era la misma persona.
El paisano nada dijo, pero aquel día se fue pensando en que había llegado la hora de probar otros platos, o quizá, mejor todavía, buscar un nuevo restaurante.
Y colorín colorado, el paisano se ha marchado.
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